De un taller y de un shaper atípicos, no pueden salir tablas convencionales. Está claro. Flying Surfboards (En algún lugar de Ruiseñada. Cantabria), a parte de casi ilocalizable, es inclasificable, no se parece a nada, al menos a nada de lo que haya o haya habido antes por aquí. Los diseños, los nombres, las modificaciones en la morfología, desafiando los cánones preestablecidos, salen de la mente de su creador y de su propia experiencia en las olas.
Cuchilla, Cachalot, Celeritas… No son tablas todoterreno, que funcionen para todo tipo de condiciones. Decir lo contrario sería mentir y es algo que confiesa su propio diseñador, Florian Carlo. Tampoco son fáciles, pero no sólo porque su propia morfología y principios hidrodinámicos las hagan algo indomables, no aptas para surfistas impacientes y resultadistas que quieran conocer su funcionamiento a la segunda ola, sino porque el que lleva una se expone a no pasar desapercibido en la playa, a ser señalado por el rebaño, a ser el centro de las miradas por salir de la norma, y estar en la piel de la oveja negra no es sencillo en este océano de tablas clónicas y Logo-tomizadas.
El surf ha cambiado. Es una obviedad, que de tanto repetirla, ya cansa; pero lo que ha pasado con el surfing es algo muy triste que se ha producido a lo largo de la historia en incontables ocasiones, cuando algo clandestino, casi ilícito, propio de una minoría que está al margen de la sociedad, pasa a estar reconocido y se convierte en algo dominante. Como cuando los cristianos pasaron de las catacumbas y de ser carne de fiera en el Coliseo Romano a realizar actos de fe en las plazas públicas de los pueblos contra los herejes. El surfista ha perdido parte de su esencia, se ha vuelto convencional, o mejor dicho, comercial. Se siente cómodo en el reconocimiento público y ha perdido el gusto por la marginalidad en su propio ADN.
Los grandes avances en el surf no han ido de la mano de las multinacionales, si por ellas fuera, todavía iríamos en tablas de madera de cuarenta kilos, han ido de la mano de tipos imaginativos, ocurrentes, no convencionales y sobre todo valientes, que arriesgaron su fortuna, su reputación y a menudo fueron catalogados, como “locos” (bendito nombre). Luego, la industria se aprovechó de su trabajo para lucrarse. De la tabla hueca de Tom Blake, de los revolucionarios diseños de Simmons de finales de los cuarenta, de Hobie Alter cuando montó su primera tienda de tablas de fibra de vidrio en 1954, en Dana Point, se burlaron y hoy todos nos beneficiamos de ello. Necesitamos de esta gente, como esta gente necesita de tipos que escapen de lo convencional, que apuesten por sus productos. Cierto Feedback. Estímulos que les ayuden a seguir trabajando.
En medio de esta divagación, me he acordado de lo que decía G.K. Chesterton en su libro titulado Cómo escribir relatos policíacos, sobre los hábitos lectores de la gente de su tiempo, que preferían las altamente entretenidas novelas comerciales de Edgar Wallace a otras obras más profundas y refinadas. El creador del inmortal Padre Brown empleaba una certera metáfora. “El hombre de la calle prefiere la cerveza (la buena cerveza) a la crème de menthe”. Algo lógico. A mi también me gusta la cerveza. Lo que me cuesta creer es que años y años de publicidad de las grandes cerveceras haya hecho que no bebamos otra cosa, que a tan poco gente nos guste el soul surfing, las tablas diferentes y la crème de menthe.
Para saber más de Flying Surfboards:
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