Que detrás de un gran surfista siempre ha habido un perro acompañándole es una frase que a parte de ocurrente puede tener su razón de ser. Uno de los ejemplos más claros lo tenemos en el gran Miki Dora con su Cavalier King Charles, llamado Scooter Boy. Ejemplar que le acompañaba como equipaje de mano en muchos vuelos (incluso llegó a decir que era su perro lazarillo, de ahí que Dora en sus últimos años siempre apareciese con unas Ray-Ban Wayfarer) y que, por desgracia, tuvo un final muy trágico (para saber más se puede leer ‘Todo por un puñado de olas perfectas’ de la Editorial Fishboneproject). A nivel nacional, la adoración que algunos surfers sienten por sus cánidos ha llegado a tales extremos que incluso quedó impresa para la posteridad en el nombre de uno de los fabricantes de tablas más importantes a nivel nacional y europeo, Full&Cas, pues Full fue el nombre de un perro de Hugo López-Asiaín, shaper y propietario de la marca.
Tampoco tenemos que irnos tan lejos para darnos cuenta de esta profunda conexión que existe entre perros y surfistas. No hay más que darse una vuelta por la playa y ver cómo muchos perros corretean por la orilla, o permanecen sentados, mientras esperan a que su amo decida dar por concluido el baño. Es más, ¿quién no ha salido alguna vez del agua y ha visto cómo uno de estos fieles animales se ha puesto a ladrarle y agitar el rabo, al confundirle con su dueño? Para los pobres, todos con nuestros trajes de neopreno, oliendo a salitre, debemos de resultar parecidos. Pese a ello, inmediatamente se percatan del error y reanudan su incondicional espera, muchas veces contra viento, marea, frío y toda clase de inclemencias meteorológicas. El surfista puede estar tranquilo porque por mucho que alargue la sesión allí le estará esperando su amigo, sin una cara de reproche ni enfado.
Estoy seguro que, en el cien por cien de los casos, este sentimiento de lealtad, amor incondicional es recíproco. El perro aguarda, cuida a su amo, y el surfista hace lo mismo por su perro; pero hay una última barrera, un último escalón en esta relación de amistad máxima que no sé si todos los humanos estaríamos dispuestos a cruzar, como todos los perros lo hacen sin ni siquiera planteárselo dos segundos. Si al perro no le importa lo más mínimo –y podemos estar seguros de ello-, los estragos que el tiempo hace en nuestro cuerpo; si para ellos vamos a seguir siendo su mejor amigo ya seamos flacos, engordemos 30 kilos, nos quedemos calvos… Incluso si una quilla surcase nuestra cara y nos dejase una terrible cicatriz, él seguiría viniendo solícito a nuestro silbido con la misma alegría… Si no nos va abandonar ya vivamos en un loft neoyorquino o debajo de un puente de la autovía (el cenizo que inventó la frase “cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana’, jamás conoció ni sintió el amor que un perro profesa por su amo), ¿por qué nosotros nos resistimos a pasar esta ultima barrera a la hora de elegirlos a ellos? ¿Tanto daño nos ha hecho la sociedad de consumo, que nos hace adquirir marcas, y primar la imagen por encima de valores más intangibles, pero más auténticos y duraderos, que empleamos también estos baremos superficiales para elegir también a un compañero, para seleccionar un ser vivo como si fuera un complemento?
No lo permitamos. No nos convirtamos en seres tan frívolos. Es Navidad. Muchos pensarán en regalar una mascota. Labradores, golden retriever, border collie… Pero también existen muchos perros mestizos y de raza en algunas de las perreras y protectoras diseminadas en este país que tiene el triste récord de la Unión Europea en cuanto a número de abandonos. En belleza no sé si saldrán perdiendo o ganando, pero su capacidad de amor permanece intacta y está por desarrollar. Y ese es el único pedigrí que importa en un amigo.
Como amante de los perros, gracias por este texto.
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