Ahora que los ayuntamientos costeros del norte de España muestran preocupación y prometen ponerse serios y controlar con mano dura y puño de acero los megabotellones playeros y las fiestas incontroladas, en chiringuitos, en las que los horteras de los asistentes, como extraídos de un repelente anuncio de Estrella Damm, van de impoluto blanco ibicenco, mientras se pincha música techno, chill out o lo que sea, me preguntó: ¿Y del botellón en el agua, de la masificación de los picos, del Magasurf, del MarinaBackdoor, del line up de alquiler turístico que se ha cargado al vecino surfer de toda la vida, al local de barrio quién se preocupa?
Como no se va a ocupar nadie, resultaría absurdo y una auténtica pérdida de tiempo dar aquí soluciones a las que nadie hará caso. Así que me voy a autolimitar a lanzar impopulares hipótesis sobre las causas del mismo que me harán ser considerado como un 'troll',. Resultaría fácil y demagógico culpar del fenómeno exclusivamente al irresponsable político local que ha promocionado hasta la extenuación las bondades de su municipio como destino de olas para toda la familia, o ha vendido irresponsablemente un entorno natural, un sistema dunar, como si fuera el parque Warner o Port Aventura, pero nos guste o no, en el fenómeno de la masificación de los picos, tienen que ver y mucho las personas que cogen olas. Dicho de otra manera: Los mismos que se quejan son a la vez partícipes o coautores del problema.
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Un surfer analógico no desvelaba su secret spot ni a tiros. |
El surfista actual, el 2.0, el millennial, tiene un punto de exhibicionista, de predicador, de papanatas; Salvando las distancias, un practicante de surf del s XXI, que no surfista, me recuerda mucho a aquella famosa anécdota de Luis Miguel Domingín, en la que nada más culminar una noche de pasión con la célebre actriz de Hollywood, Ava Gardner, , el famoso torero se levantó de la cama, como una exhalación, y comenzó a vestirse a toda velocidad ante la mirada atónita de Ava, que sólo acertó a preguntarle que a dónde iba. Domingiín, extrañado ante la naturaleza de la pregunta, a la que, a buen seguro, consideró retórica, contestó de forma lapidaria: "a contarlo".
Algo muy similar es lo que pasa con los surfistas actuales, para los que el hecho de disfrutar de un baño, de una buena sesión de olas no es completo ni suficiente recompensa, si posteriormente no salen del agua y lo comparten con sus seguidores en cualquiera de sus redes sociales. El practicante de olas de 2025 se parece mucho a aquel indiscreto y poco caballeroso Luis Miguel Dominguín; pero también se asemeja a Rutger Hauer en `Blade runner'. El 'surfluencer', al más puro estilo nexus 6, teme que, si no cuelga inmediatamente fotos y un post de la sesión que acaba de tener, ésta se perderá para la posteridad como "atacar naves en llamas más allá de Orión, o ver Rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser.Todos esos momentos se perderán en el tiempo como las lágrimas en la lluvia". T
Esta forma de proceder propagandística, presuntuosa, ostentosa y chulesca dista años luz con la que teníamos los surfistas antiguos, los de la old school a finales del siglo pasado. Antes de proseguir he de aclarar que aquí no se trata de establecer odiosas comparaciones, ni decir qué o quién era mejor o peor, pero esta abismal diferencia existe y hay que destacarla.
Los surfistas de los años 80 y 90 disfrutábamos de nuestros baños, de nuestros spots, de nuestros point breaks, de nuestras sesiones de olas exactamente igual que los del siglo XXI, pero la gran diferencia radica en lo que hacíamos a la hora de coger la última ola, enfilar hacia la orilla, y pisar la arena. Era entonces, fuera del agua, en el parking (lo más parecido que había al muro de Facebook), a la hora de contar nuestras sesiones a los colegas, cuando los viejunos, los antidiluvianos, los dinosaurios, los analfabetos tecnológicos cogíamos un camino diametralmente opuesto al de los millennials. Nosotros, por lo general, éramos discretos, parcos en palabras, tacaños en adjetivos, sosainas, inexpresivos como un Steven Seagal con neopreno, escuetos a la hora de dar el parte, ya no digamos a la hora de transmitir algún dato que pudiera ayudar al interlocutor a ubicar en el mapa el escenario donde se había librado un baño tan épico. No fuese que al día siguiente nos lo fuésemos a encontrar en el agua. Éramos por tanto zorrunos y hasta cabronescos con nuestros semejantes. Una especie de Lazarillos del Cantábrico o pícaros de playa. Teníamos perfectamente interiorizado por ciencia infusa y de serie que, en el surfing, menos es más, o lo que es lo mismo: cuanta más gente hubiese en el agua, menos olas tocan por cabeza. Una máxima hoy en día olvidada por la mayoría, pero que se debería recuperar de manera imperiosa.
En los 80 o 90, abundaba algo que hoy es tan mitológico como los unicornios, las sirenas o el mismísimo yeti. Esta figura extinta no es otra que la de los "secret spots", cuya ubicación éramos capaces de mantener en el anonimato como miembros de la mafia, de la Camorra, de la Cosa Nostra Siciliana. Eramos capaces de llevar a la tumba y de no desvelar sus coordenadas bajo tortura o aunque encañonasen, delante de nuestros ojos, a nuestra mismísima madre, en la sien, con una pistola semiautomática Beretta 9mm. Vamos, igualito que lo que hay ahora. Dile a un influencer que va a disfrutar de un baño único, exclusivo, maravilloso, pero que el único y módico precio que va a tener que pagar es que al salir del agua no va a poder colgar en instagram ninguna foto. A ver qué es lo que te dice.
La masificación y la exposición o exhibición desmesuradas de las sesiones o baños en Internet por parte de algunos cogedores de olas son las dos caras de la misma moneda. No podemos imponer la más absoluta censura ni limitar la libertad de expresión de nuestros semejantes, pero tampoco uno se puede quejar de encontrarse el pico repleto cuando el día anterior ha practicado el más brutal e instantáneo efecto llamada.
Bravo Eduardo!!! Muy buen artículo!!!
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