miércoles, 6 de noviembre de 2013

Manel Fiochi: “A los locales les diría que hagan surf y no la guerra”



Manel Fiochi, genio y figura.

La historia del surf no es como la de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra fría, la Revolución francesa, la conquista del Nuevo Mundo o cualquier otro acontecimiento que podamos imaginar. O no debería serlo. No deja abundantes fuentes documentales, diarios de sesiones, cartas fundacionales, etc... Los grandes miércoles, las pequeñas y grandes gestas playeras se quedan almacenadas en las retinas, en la memoria, en los testimonios de los testigos o sus protagonistas, que más que personajes históricos deberían ser considerados como leyendas. Uno de estos mitos del surf patrio es Manel Fiochi (Santander.1950), figura imprescindible para entender la gran evolución que experimentó el surfing en España a finales de los sesenta y principio de los setenta. De sus numerosos viajes a Francia y a Inglaterra, Manel trajo consigo tablas más cortas, nuevas maniobras y sobre todo un estilo más veloz y dinámico, como el que ya se hacía en las playas de Australia y California.     
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-Manel, ¿cuándo fue tu primera toma de contacto con el surfing?
-De la primera mía no me acuerdo exactamente. Me acuerdo más de las de mis hermanos, a los que veía desde la playa. Como no teníamos ni idea absolutamente, a nada que tuvieses una tabla, ya valía. Que te pusieras de pie ya era lo de menos. Recuerdo que intentaban subirse a la tabla, en la primera playa (El Sardinero), por un lado y caerse por el otro. Fue muy graciosa esa toma de contacto. Yo decía ¡Joder, pues qué difícil es ya subirse! Me acuerdo de la primera tabla de mi hermano Rafa, adquirida en Barland Bayona, que la llamábamos La Avidesa, porque había un anuncio de Avidesa que era rojo y azul y la tabla era igual. Yo no pude tomar contacto hasta un año después, creo que era el año 66 -soy muy malo para las fechas-, pues tuve una lesión muy fuerte haciendo barra fija en el colegio con el brazo y estuve un año escayolado. Intenté coger olas con el brazo envuelto en bolsas de plástico, pero no funcionó y se retardó la recuperación. Luego, empezamos a movernos, gracias a que mi hermano Jesús tenía coche. Creo que una vez nos dijo que tendríamos que pagar gasolina, pero no fue así (sonríe). La verdad es que siempre se portó muy bien con nosotros. Tengo que decir una cosa muy importante, él era el gurú, nosotros no teníamos ni idea. Me acuerdo una vez que, desde El Sardinero, viendo Somo, decía que no, que allí no había olas. Yo bauticé aquella frase como “non plus ultra”, porque una semana después Merodio, Carlos Beraza y yo no sólo descubrimos Somo, sino que descubrimos Santa Marina. A medida que fuimos teniendo medios para movernos, fuimos aprendiendo por nuestra cuenta. Luego vino la época de los campeonatos de surf. Recuerdo el primero en Bakio, que llegamos allí y todos coreaban el nombre de Dourdil, pero luego coreaban apellidos cántabros.
-¿Cuál ha sido tu gran Miércoles, ese día que digas “he pillado las olas más grandes de mi vida”?
-Me viene a la cabeza una anécdota, en Inglaterra, cerca de Newquay. Tim Heyland, propietario de Tiky Surfboards, me preguntó si me atrevía a ir en helicóptero a un sitio determinado a coger una ola grande. Le dije como excusa que no tenía tablas de olas grandes y enseguida me enseñó media docena y me dijo “¡Ésta! Ésta te viene muy bien”. No creo haber pasado tanto miedo con esto de las olas en mi vida más que esa noche, pensando en lo que podría ocurrir. Al día siguiente, me lo encontré y me dijo que no, que las condiciones no eran buenas; y yo, a día de hoy, con el tiempo, no sé si era verdad o mentira, pero pasé mucho miedo. Y de días grandes, recuerdo un día en Mundaka, con Carlos Beraza y Merodio, de los primeros días que nos metíamos allí. Estaba tan grande, que no se metía nadie. Y dije yo: “voy a entrar por el puerto, cerca de la roca, voy avanzando, que ahí no pegan las olas, y luego me sitúo en el medio, hacia atrás, a ver si la cojo o me coge”. Bueno, me cogió una ola muy grande, que no sé si la cogí o no, pero aparecí en la ría. Como la corriente no me dejaba volver al sitio por donde había entrado, por el puerto, avancé y llegué hasta una casita que tenía unos peldaños de madera y una puerta. Y nada, llegué allí, llamé, y salieron unas señoras mayores, de negro, que se asustaron muchísimo, porque no habían visto nunca salir a nadie del agua así. Me dieron de desayunar, de comer, y cuando volví por la carretera éstos ya estaban pensando en llamar a la Guardia Civil, porque no me veían por el horizonte, y aparecí por atrás dándoles una sorpresa. Ha habido días muy grandes en Rodiles, en Mundaka, siempre en sitios con el denominador común de una ría. En España hay una maravilla de spots, no hace falta irse muy lejos. Otra vez fuimos a ‘La Barre’ (ola muy famosa de la época, que luego rellenaron y desapareció para siempre), en Francia, mi hermano Jesús, Merodio, Carlos y yo. Era un día de mucho calor. Llegamos allí y estaba muy grande. No se metía nadie. Ni australianos, ni americanos. Yo me metí porque tenía calor. Conseguí entrar. Estuve un ratito, y, de repente, vi emerger como una cabeza negra a unos cincuenta metros, que ahora pensando, podría ser una foca o algo así. Salí para la orilla, que ni olas ni nada (sonríe).
-Como testigo de excepción, ¿cómo viviste la evolución técnica de las tablas, que éstas fueran cada vez más cortas; y qué implicación tuvo en vuestro estilo?
-En primer lugar, decir que las tablas antes eran enormes. La tabla roja que trajo Jesús en el autobús del Racing era enorme. Estando yo un mes en verano en Biarritz, llegaron los campeonatos y vinieron californianos, australianos... Ellos empezaron a traer tablas más pequeñas y Barland, que era el fabricante local, empezó a hacerlas. Me traje la primera tabla más corta, que no era tan corta, si las comparas con las de ahora, a Santander, y Zalo y todos éstos decían que había venido con un nuevo estilo, pero lo que pasaba es que había traído una nueva tabla y se notaba mucho. Luego, conviviendo en Francia con los demás, aprendí que había que coger la ola más de lado, para coger velocidad y hacer maniobras, ya pensando un poco en la competición.
-¿Cómo definirías tu estilo?
-Mi estilo nunca me lo he visto, he visto el de los demás. He visto en Biarritz, que nunca olvidaré, el estilo del australiano Keith Paul, que usaba unas tablas pequeñas y bastante anchas y que no perdía velocidad… ¡Y hacía unas cosas! Para él igual daba que fueran olas grandes, medianas que pequeñas. Y una serie de gente que cogía olas a diario con ellos y me fijaba en que daban velocidad a la tabla desde el principio, cogiendo las olas mucho más de lado de como lo hacíamos nosotros. Los hermanos Lartigeaux, De Rosnais, uno de ellos desapareció por Indonesia en condiciones extrañas al intentar hacer una travesía con una tabla de surf. Y a mí, particularmente, me gustaba mucho el estilo de mi hermano Rafa, que era todo un especialista en olas grandes. Santa Marina le venía perfecta, al contrario que para mí y que para Merodio, que somos goofys y nos viene a contramano. Tal vez por eso descubrimos primero Mundaka y luego Rodiles, como necesidad.
La primera playa de El Sardinero, la zona cero del surf patrio.

-¿Se puede decir de alguna forma que el surf cambió tu vida, que hubo un antes y un después y que nada volvió a ser igual?
-No. Mi vida siempre ha sido la misma. Siempre me ha gustado hacer lo que he querido y he podido. En este sentido, he sido un afortunado y he podido disfrutar. Ante todo, el objetivo para todos debe ser “Ser feliz”, ser feliz de una manera u otra. Y en mi caso se puede decir: “misión cumplida”.
-¿Cómo era ese ambiente surfero de Santander de los sesenta y setenta?
-Al principio era cada uno a su aire. Algunos como Zalo Campa se dedicaban a hacer sus pinitos, sus tablas. Así que yo recuerde se establecieron dos grupos. Uno era el Surf Club España, y lo formaban mis hermanos Jesús y Rafa, Leo Ibáñez, Carlos Beraza, Merodio y yo. Y Zalo Campa, Pedro Rodríguez Parets y todos los demás en el otro que estaba en la Cañía, en unos bajos, y se llamaba Surf Club Sardinero.  El nuestro, al ser España, era más potente (risa). Luego,  los campeonatos fueron  muy interesantes, para nosotros, desde el punto de vista que nos permitieron conocer nuevos spots para coger olas, la costa vasca fundamentalmente, y sobre todo a la gente que vivía allí, lo que permitió muchas colaboraciones, como Casa Lola, que era como una comuna del surf, donde se empezaron a hacer en serio y en serie las tablas de surf en España. Aquella época fue muy interesante, con el surf siempre como prioridad. Si había olas, ya se podían dejar las tablas. Lo primero era coger olas. La gasolina era más barata y se podía ir más veces (risa).
-Una cosa que llama poderosamente la atención es que, pese a ser pioneros y haber disfrutado de las playas para vosotros solos, no sois excesivamente locales, en contraposición de otros surfistas de nuevo cuño que…
-Desde el principio cogíamos olas educadamente, luego empezó el inicio de la masificación y pasó una cosa muy curiosa: la gente aprendía a insultar y a gritar antes que a ponerse de pie. Es como la inmigración, hay que aceptarlo, porque no hay más que ponerse en el lugar del que está enfrente y decirse ‘si yo estuviera en tu lugar…’. A los locales les diría que hay solamente un camino: hacer surf y no la guerra (sonríe).
-¿Qué rutina de surfing tienes ahora mismo?
-Sigo surfeando y he comprendido que en verano no se puede ni aparcar ni en Liencres ni en Somo, por lo que tengo una tabla en Cota Cero, otra en Somo, y voy en moto a coger olas, según las condiciones, tras consultar la página meteorológica de Jesús. Es una cosa que no dejaré nunca. Hace unos años, cuando funcionaba la Magdalena, tomé contacto con el Windsurf, pero enfocado a las olas, y evolucioné mucho en este mundo. Me encantaba cruzar la bahía los días que soplaba viento sur. Una vez incluso hicimos una regata, la única que se ha hecho, con Ángel Gómez Acebo, El Rizos, que era todo un especialista. Había que ir de los Peligros a la boya y volver (dos veces). Gané la regata. Creo que lo tengo grabado en vídeo. Un día fui a Reinosa al pantano a probar el kite, pero fui demasiado tarde, estaba anocheciendo, no me explicaron bien lo que había que hacer, y al subir la cometa, he tirado y he salido por el aire y ¡joer! me he pegado un leñazo…  He estado mucho tiempo lesionado. Así que me lo pensaré para la próxima.
La música, la otra gran pasión de Manel Fiochi.

-También eres un apasionado de la música…
-Mi pasión por la música empezó en el colegio cuando descubrí que podía simular unos ensayos para Santa Cecilia, con unos amigos, y correrte alguna clase que otra. Lo malo fue el día que fueron nuestros padres a oírnos. En aquellos años no había Internet no había nada y lo único que podías hacer los fines de semana era pasear por el tontódromo, que era como llamábamos a los Jardines de Pereda, para ver si te miraba alguna. Recuerdo que íbamos tarareando lo que escuchábamos por la radio y dije “coño, tenemos que hacer un grupo, ¿qué vamos a estar aquí, perdiendo el tiempo?”. Uno tenía un tío con un piso vacío, yo fui al colegio a pedir el tambor de Semana Santa. Y así fue, yo tocaba la batería, hasta que decidí que no, y compré en Lera una guitarra muy bonita, que lucía más. Tocábamos canciones instrumentales de los Shadows. Cosas que no hubiera que cantar, porque nadie se atrevía. Anécdotas con la música muchas. Contaría una que pasó cuando un día René Thomas, un guitarrista de jazz, de los mejores, murió en Santander y su mujer y su hijita vinieron para enterrarle y no tenían ni dinero. Entonces, improvisamos con Juan Carlos Calderón un concierto para recaudar dinero, en el que también estaba Fernando con un cuadro. Yo estaba con unos ingleses con los que había estado ensayando en casa de los Ibáñez en Piquío, porque querían grabar un disco en Madrid y yo les iba a tocar la batería. Esa noche fue inolvidable. Les acabé acompañando a Madrid para grabarlo dos días después. Allí surgió un concierto que habían organizado los de Medicina, con Micky y los Tonys, con Juan Carlos Calderón. Nosotros tocamos un single de Bob Dylan, ‘The Weight’, que tocaba The Band también, y otro tema the Neil Young, Harvest. Esa misma noche nos abrieron los estudios Celada. Los mismos estudios que aparecieron en un programa de Cuarto Milenio de Iker Jiménez, porque se aparecían fantasmas. Pues yo no vi ninguno, a las dos o tres de la mañana que estuvimos, el único yo.
Para leer segunda parte pincha aquí.

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