Después de pasarme años combatiendo la tendencia de los
surfistas neófitos de abandonar el evolutivo,
minimalibú, long o cualquiera que
fuese el dispositivo de deslizamiento empleado para un fácil y rápido aprendizaje apenas hacen el primer
take off por una tabla corta (leer mi artículo sobre ‘La tiranía voluntaria dela tabla corta’), compruebo con estupor que si bien la tendencia se ha
revertido, ha sido sustituida por otra, aún más incomprensible si cabe. Esta
tendencia no es otra que la de penalizar el uso del foam y de la fibra de
vidrio y la de decantarse por las tablas de corchopan o espuma para los días de
verano. Y es que a nadie que visita la playa de junio a septiembre se le puede
pasar por alto el empleo masivo e indiscriminado de este tipo de tablas,
antaño patrimonio exclusivo de los alumnos de las escuelas de surf, por todo
bicho viviente independientemente de su nivel,
antigüedad y destreza. Es como si de repente el foam estuviese
penalizado en el pico.
Y digo que resulta
incomprensible porque la única ventaja y aportación que veo en estas tablas al
mundo del shape radica en su material, blando, ideal para dar clases a los que
empiezan. Y no nos llamemos a engaño, son ideales no porque el surf sea un deporte
excesivamente peligroso donde puedas hacerte chichones, abrirte brechas o
romperte la cabeza… Porque si esto fuera así, en las escuelas no emplearían
tablas de corchopan, sino que obligarían a llevar casco. Más bien su utilidad
radica en que ahorra un auténtico pastizal en reparaciones por toques a unas escuelas con una tendencia compulsiva
de masificar los picos con unas clases con un ratio de alumnos más elevado que
la densidad de población de alguna isla del sudeste asiático. Sobrepoblación
que, como digo, no hace más que elevar la probabilidad de siniestros en forma
de golpes y bollos, que las tablas de corchopan absorben sin que se resienta su
estructura, mermen sus facultades o reduzca una estética ya de por sí
inexistente. Una mejor absorción de los golpes que entiendo que los surfistas
más veteranos han priorizado también, por encima incluso de cuestiones
hidrodinámicas, y que les ha hecho
decantarse por ellas en perjuicio del foam.
Tendemos muchas veces a concebir al shaper como un
profesional que únicamente se dedica a hacer tablas, reduciéndole a una función
manual y de taller; pero el shaper, el de verdad, el auténtico, el que ha hecho
avanzar este deporte desde los tiempos mastodónticos de Tom Blake hasta las
tablas minimalistas de Al Merrick, es más que eso. El shaper hace tablas a golpe de cepillo en
su taller, sí, pero también es alguien que las diseña, que las visualiza en su
mente, las dibuja en una cuartilla, que concibe nuevos modelos y que da
respuesta a necesidades que a los surfistas se nos presentan en el agua. El
shaper se mueve muchas veces en ese terreno incierto, a medio camino entre el
artesano y el artista. El inventor y ‘el
manitas’. Tablas más veloces, quillas que nos aferran más a la pared,
permitiéndonos hacer maniobras donde antes simplemente era impensable,
materiales más ligeros…
Uno de los problemas
a la que los shapers más han intentado
dar respuesta a lo largo de los últimos cincuenta o sesenta años ha sido la de
encontrar una tabla que pudiese emplearse en los días de verano, en los que las
olas no tienen mucha fuerza y cuesta que nos lleven, sin la necesidad de que
tuviese mucho volumen. Una especie de santo grial o panacea que tuviese mayor
flotabilidad pero sin sacrificar la maniobrabilidad. Tablas cortas y anchas
para unos surfistas prejuiciosos que no querían hacer uso de malibús, longs por
considerarlos propios de novatos. La evolución en el diseño de las tablas de
surf en los últimos veinte años ha sido simplemente impresionante y el abanico
de modelos, formas y materiales se ha abierto hasta parámetros que nos dan una
libertad que ningún surfero del pasado imaginó.
En medio de esta revolución, de
estas investigaciones realizadas por los talleres dando respuesta a algo que no
olvidemos provenía de la propia comunidad surfera, de repente nos encontramos
con este fenómeno imprevisto, insólito, propio de Expediente X o de un programa
de Iker Jiménez, en el que desde el que está aprendiendo hasta el que lleva
veinte años elige tablas de corchopan. Un fenómeno al que yo y supongo que
muchos de los shapers que han invertido tiempo, dinero y horas de sueño en
busca de mejores diseños para el verano no encontramos respuesta.
No se trata de discriminar estas tablas de espuma porque son
las que usan en las escuelas o los que
están aprendiendo, como antaño los locales discriminaban o marginaban a los que
llevaban un minimalibú porque tenían la prejuiciosa idea de que el que llevaba
estas tablas no sabía, se trata de cuestionar la elección indiscriminada de
este tipo de tablas por una gran mayoría de la comunidad surfera. Un tipo de
tablas cuya única aportación al diseño y mérito para pasar a la historia del
shape es el descubrimiento de incorporar un asa que facilita su traslado del
coche a la orilla o viceversa, como si la funcionalidad o no de una tabla
estuviese en su trayecto del parking al agua o de la escuela a la arena. Ignorando
el hecho de que una tabla no es una maleta en lo que se prioriza es su transportabilidad,
pues si fuese así lo próximo será hacer tablas trolley con ruedas. Aunque
parezca una obviedad donde tiene que
funcionar una tabla es en el agua. Es allí donde tiene que darnos su mayor
rendimiento. Como se encargaba de repetir Florian Carlo, shaper que vio por dos veces truncados sus
deseos de hacer un taller y una tienda de surf diferentes, “la tabla es el
elemento más importante en el equipamiento de un surfista, es lo que nos
desliza por el agua y lo que nos pone en contacto con ella”. La elección de un
tipo de tabla no debe ser algo baladí, ni seguir dictados externos ni modas. Debe
responder a una decisión personal, libre y plena. Debe contestar a una
deliberación nuestra interna intentando hallar solución a esta pregunta: ¿qué nos
gustaría hacer en el agua? La tabla nos tiene que ayudar en el agua a sacar el
mayor rendimiento posible a unas condiciones externas de oleaje e internas
relacionadas con nuestra destreza, técnica o forma física.
Tampoco consiste en ser
fetichistas ni megalómanos, una tabla de surf no es mejor cuanto más dinero
cueste o cuanto mejor sea su acabado o dibujo, pero entre esta superficialidad
y la tendencia actual de elegir una tabla de marca blanca sin personalidad y
nunca mejor dicho sin alma tiene que haber un término medio. Se trata de que
cualquiera que ha surfeado en algún momento de su vida sabe que entre un surfista
y su tabla se establece un vínculo, una auténtica relación de amistad, a menudo
tan intensa que puede desembocar en romance. Se trata de que el surfista, como
el que ama las motos, las bicicletas o los coches, sabe la relación especial
que se establece entre él y su vehículo. Y la importancia de su elección. Aunque
quieran aplicar ahora a las tablas los mismos parámetros y estándares de
fabricación y de marketing que la ropa y los electrodomésticos (acabaremos
viéndolas 2X1, día sin IVA), estas no son así, una tabla es única, primero porque
así lo concibe el shaper en su taller, y segundo, porque para un surfista no puede haber dos
tablas iguales, y sabe que su tabla es única, irrepetible y maravillosa. Esto
lo sabe bien el que ha tenido una tabla y ha visto como se ha hecho un golpe
por chocarla con una jamba de la puerta al salir de casa o una columna del
garaje al extraerla por el maletero del coche, o le han hecho un toque
bordeando una ola uno que se la ha saltado o remontaba por donde no debía. Sabe
que un golpe en su tabla de foam duele mucho, casi más si me apuras que uno
propio, pero pese a ello, pese a su fragilidad, no la cambiaría por nada del
mundo. Mucho menos por una de corchopan.
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