jueves, 17 de enero de 2019

Reflexiones desde el pico: la difícil y a veces necesaria tarea de renunciar a nuestras metas


 Casi igual de importante que luchar por una meta me parece saber abandonar o renunciar a ella… Cuando la hemos peleado y hemos constatado su imposibilidad, claro. Y es que en este mundo de coachs, de originales y virales vídeos motivacionales a base de diálogos emotivos y sensibleros extraídos de películas y bandas sonoras como Rocky, 300, Gladiator, Un domingo cualquiera..., de libros de autoayuda con records de venta con títulos tan sugerentes como ‘Camino al Éxito’, ‘La senda de los vencedores’,  reconozco que resulta muy disidente y puede llegar a acomplejar atreverse a decir, en público, que tan importante es luchar por una meta como aprender a renunciar a tu objetivo, cuando su consecución o realización, bien por circunstancias o por uno mismo, no nos es posible.
 
 
  Cualquiera que ha aprendido o ha empezado a practicar un deporte en su infancia o adolescencia ha soñado con convertirse, algún día, en un profesional o estrella del mismo. La mayoría de las veces la vida, la genética o el nivel del prójimo nos acaban poniendo en nuestro sitio y tenemos que desistir en nuestro empeño. ¿Ha supuesto esto que abandonemos este deporte? Me atrevería a decir que, en un alto porcentaje, no. ¿Qué hemos hecho tras este desengaño? Tras un periodo inicial bastante duro, en el que hemos tenido que asimilar y digerir la cruda realidad, en el caso de los surfistas o bodyboarders, que jamás seríamos Kelly Slater o Mike Stewart (sí, lo reconozco, soy viejo de cojones), nos hemos acabado ‘contentando’ con ser meros practicantes, y el resultado, pese a no ser el inicial, lejos de ser decepcionante, ha acabado siendo la mayoría de las veces mejor de lo esperado: nos hemos convertido en amantes apasionados e incondicionales de un deporte que pese a no generarnos dinero, nos ha dado cosas me atrevo a decir igual o hasta más importantes.
La vida está llena de ejemplos similares. De recalibración o reajuste de objetivos. Sin ir más lejos,  ahí tenemos nuestras vivencias en el instituto o en la universidad, cuando nos gustaba una chica de la clase, y finalmente hemos descubierto, tras verla morreándose con un macarra con vespino a la salida, que jamás sería para nosotros. Por unas semanas nos hemos sentido el tipo más desgraciado del mundo, un romántico atormentado, una especie de nihilista misántropo que añora convertirse en un casto anacoreta e irse a vivir a las montañas, pero al final hemos conseguido salir adelante, y acabar sustituyendo nuestro sueño de amor por otro.
Y es que por eso mismo es importante  saber cuándo decir basta a una meta y no enrocarse en ella, porque sólo soltando viejas metas, que en su día fueran sanas, ilusionantes, y que de forma imperceptible  se nos han ido enquistando, hasta convertirse en obsesiones, en terribles cargas casi tan pesadas como el anillo de poder de la obra de Tolkien, vienen metas nuevas. Creo que esta capacidad para saber renunciar a una meta es de las cosas más difíciles de la vida. Es algo que no se nos enseña y que incluso en esta sociedad competitiva se nos castiga o penaliza sólo por insinuarlo.
Cuando nos obcecamos con un sueño, cuando no sabemos renunciar a tiempo a una meta, abandonándola o replanteándola, muchas veces por el camino nos frustramos y nos amargamos. Hay gente que no ha digerido o asimilado que jamás será un profesional de un deporte, o alcanzará un determinado status social o profesional, o se casó y formó una familia con aquella chica o chico de la adolescencia; la rutina está llena a puñados de este tipo de personas. Amargados, resentidos, se encuentran incómodos en ventanillas, en vagones de metro, en los coches que les lleva a sus lugares de trabajo, o simplemente te los cruzas en los ascensores, o en el pico o en el parking de una playa, o en casa, porque consideran que no están en la vida dónde o con quien les gustaría. Al mismo tiempo, he aquí la paradoja, hace tiempo que dejaron de pelear por conseguir su meta, pero en su fuero interno no lo han superado.
Pero ¿cómo se consigue renunciar  a algo que para nosotros es tan importante, algo tan íntimo, profundo y vital? A ciencia cierta no lo sé, por desgracia no tengo ese conocimiento, pero creo que fundamentalmente consistiría en ser justos con nosotros mismos, reconociendo nuestro esfuerzo, nuestro trabajo a la hora de perseguir esa meta. La teoría es fácil, luego la práctica es otra cosa… Al principio lo viviremos como lo que es, no tenemos que tener miedo a emplear ciertas palabras que hoy en día están proscritas y cuyo empleo está casi penalizado: pérdida, derrota, duelo, fracaso, equivocación... Mucha gente las tiene eliminadas de su vocabulario, como si por no pronunciarlas no existiesen.  Y censura con dureza a quien se atreve a invocarlas. A menudo les llama pesimistas, agoreros, perdedores. No los quieren a su lado, les quieren lejos, porque su ejemplo les recuerda que sobre ellos también pesa la posibilidad del propio fracaso y del error. Negamos la posibilidad de derrota, pero no nos damos cuenta que con su negación renunciamos a la capacidad de aprendizaje y de rectificación que emanan de la misma. Las victorias se disfrutan, pero de las derrotas se aprende. Pero más importante que el aprendizaje es la capacidad de rectificación. Imaginemos por un momento que nos tragamos sin reservas esos lemas publicitarios  que nos inculcan hasta en la sopa de que nada es imposible, que puedes hacer cualquier cosa, que tu voluntad es tu propio límite, que no hay barreras...  ¿Qué ocurriría si nos marcásemos una meta increíblemente ambiciosa? Veríamos hipotecada toda nuestra vida porque en su día no calculamos bien nuestro fin; y lo más grave no podríamos ni tan siquiera plantearnos hacer otras cosas o quedarnos en un paso intermedio menos ambicioso, pero más satisfactorio, porque la capitulación no entra en nuestro vocabulario.
Como digo muchas veces resulta más difícil renunciar a una meta que la propia consecución de la misma, pero decir basta es algo tan difícil como necesario para estar en paz con uno mismo. Estoy tan seguro de ello como sé que si lo conseguimos nos sentiremos liberados, como si nos hubiésemos quitado una gran carga de encima, y dejaríamos libre un montón de energía que tenemos bloqueada y que podríamos invertir en otras cosas. Lejos de lo que nos han contado los adalides de la competitivad de la renuncia o del fracaso de una meta no llega irremediablemente el conformismo y el inmovilismo. Contra todo pronóstico, de la renuncia, puede llegar la liberación, el dinamismo. Al igual que de la persistencia, la resistencia, la terquedad podemos desembocar en el inmovilismo, la frustración, la ira, la injusticia con uno mismo y con los demás, la infelicidad. Todo lo contrario de lo que nos han contado y hemos creído hasta ahora.