sábado, 30 de noviembre de 2013

Películas del Oeste para días que no apetece 'una mierda' ir a hacer surf

El hombre que mató a Liberty Valance (1962. John Ford): Se ha puesto la primera, pero tal vez se debería haber puesto la última, pues es en este orden en el que tendría que visionarse por cualquier aficionado al género del Oeste que se precie. Si en 1939, John Ford realizaba el prólogo de tan fructífica temática, en cinero sonoro, con La Diligencia, 23 años después, el propio director de origen irlandés firmaba el epílogo con esta obra maestra indiscutible.Casi 25 años en los que el género maduró, cosa que también ocurrió con sus protagonistas y directores, que por ley de vida se hicieron mayores. Paralelamente a este proceso vital, llegaron los Westerns crepusculares, aquellos que abarcan una época de la historia americana más reciente, en la que las leyes, la civilización, el tren,  las leyes de cercamientos de tierra, la agricultura intensiva, la prensa... Los políticos, en definitiva, irrumpen en El antaño salvaje Oeste e imponen su ley. Se pasa del estado de naturaleza del que hablaba Locke a una sociedad política, en la que ya no hay forajidos ni justicieros, todos pagan impuestos y en el que el héroe ya no es el que dispara más rápido sino un licenciado en derecho que se conoce el código penal, la constitución y las leyes de Washington al dedillo. ¡La burocracia al poder! Ya no hay que tener puntería, basta con decir "como no hagas esto o hagas esto otro, te pongo una demanda que te cagas". Si bien Ford se venga diciendo al final que puedes haber traído el ferrocarril, el alcantarillado, la electricidad, hacer pantanos, la corte de justicia, el ayuntamiento, la escuela... pero el mundo siempre te recordará por ser "el hombre que mató a Liberty Valance".
Raíces profundas (1953. George Stevens): Como las tragedias griegas o los culebrones, las estructuras narrativas y los argumentos de los westerns responden a ciertos patrones. El esquema de 'jinete solitario llega a pueblo donde pacíficos y desarmados habitantes son atormentados por un grupo de matones y se pone del lado del débil' se repite hasta la saciedad, pero es, en esta aparente falta de ideas, donde películas como Raíces Profundas brilla hasta deslumbrar. Ya sea por los actores, Alan Ladd, Jean Arthur y un muy malo Jack Palance, o por la buena mano de su director, George Stevens, el caso es que Raíces profundas es una película especial, una pequeña obra maestra y no una más del género. Clint Eastwood reinterpretó esta película en su 'Jinete pálido". Donde había granjeros, puso mineros, al niño le sustituyó por una quinceañera premestrual que se enamoró del protagonista, pero no consiguió engañar a nadie: era Raíces profundas tras pasar por su filtro de "Vamos, alégrame el día". Y aunque era muy buena la de Eastwood tras ver Raíces profundas pierde mucho.
Los Profesionales (1966. Richard Brooks): Richard Brooks me parece, sin duda, uno de los mejores guionistas de la historia del cine, y sobre todo uno de los mejores dialoguistas, si es que existe esta palabra. También era todo un especialista en adaptar textos literarios y teatrales a la gran pantalla. A él se le deben películas como 'Los hermanos Karamazov' de Dostoyevski, 'Lord Jim' de Joseph Conrad, 'A sangre fría' de Capote, 'La gata sobre el tejado de zinc'de Tennessee Williams... Con estos antecedentes, nos podemos hacer una idea de la aproximación que Brooks hizo al género. La historia de los profesionales es lo de menos, pues puede recordar a cualquier film de serie B o al mismo Equipo A, un señor con mucha pasta contrata a un grupo de especialistas en diversas disciplinas para que liberen a su mujer supuestamente secuestrada por un bandido-revolucionario mexicano. Lo que la hace diferente al resto y Única son la profundidad de los personajes, el pasado que arrastran y sobre todo los diálogos. Brooks intercala en esta película aparentemente de tiros no ya frases míticas sino diálogos magistrales sobre la revolución, los políticos y la propia existencia humana. A recordar sobre todo la escena en el desfiladero entre Burt Lancaster y Jack Palance y la frase final del legendario Lee Marvin.
Grupo Salvaje (1969. Sam Peckinpah): Peckinpah en estado puro. Violencia y más violencia y encima a cámara lenta. La eligo por el mismo motivo que esgrimía en el Hombre que mató a Liberty Valance. Por ella circulan muchos de los actores de las películas del Oeste de los cuarenta y cincuenta, pero con más arrugas, con más tripa y con más entradas. William Holden, Ben Johnson, Robert Ryan...  Al igual que sus personajes de la película se empezaban ya a sentir acorralados y casi expulsados en el mundo del cine, donde lo habían sido todo pero ahora eran empujados por otra generación y sobre todo otro tipo de géneros supuestamente más profundos e intelectuales que el Western. Si de Brooks destacan los diálogos, de Peckinpah lo hace la acción. Un disparo vale más que mil palabras.
 Fort Bravo (1953. John Sturges):  Fort Bravo es una de los Westerns más originales, al entremezclar el género del Oeste puro y duro, con el carcelario y más concretamente con el de fugas; Sturges ya nos anticipa aquí la que sería una de sus grandes obras maestras, La Gran Evasión. La acción se desarrolla en un campamento de prisioneros en pleno desierto en el que están internados los soldados de la Confederación. Todos aquellos que intentan escapar se las tienen que ver con el implacable William Holden, que dirige el penal con mano dura, los rigores del desierto y fundamentalmente con los indios mescaleros, que están en pie de guerra y  no hacen distinciones entre unionistas o secesionistas, casacas azules o grises; de ahí su título original de 'Escape from fort Bravo'. Otro de los motivos por los que me gusta esta película es por Eleanor Parker, que simplemente sale bellísima.


El bueno, el feo y el malo (1966. Sergio Leone): En la década de los sesenta, el género languidecía, el público, los estudios le daban la espalda...  Tuvieron que venir los italianos a rodarlo a España para resucitarlo momentáneamente con el peyorativamente denominado Spaghetti Western. Leone lo revolucionó con sus primeros planos (de las miradas, sobre todo), con sus montajes unidos a la inconfundible música de Morricone, alargando el clímax hasta la extenuación, con una estética más latina, con los ponchos de Clint Eastwood, las muñequeras, unos ropajes mas harapientos y polvorientos, más propios de lo que realmente se supone que tenía que ser el Oeste, y fundamentalmente con unos personajes mucho más violentos que sus homólogos de Hollywood, casi rayanos en la psicopatía y el sadismo. Leone lo hizo tan bien, que este spaghetti Western fue luego adoptado, adaptado y copiado en el otro lado del charco, en un sinfín de géneros. ¿Saben de quiénes hablo?

Centauros del desierto (1956. John Ford):  Para el final la más importante. En la vida te encuentras muchas clases de personas, y en el cine, hay o mejor dicho había tres clases de personas claramente diferenciadas: las que decían que El Padrino era la mejor película de la historia, los que decían  lo propio, pero de Ciudadano Kane, o los que decimos que lo es Centauros del Desierto. Cuando algo es una obra maestra, resulta absurdo hablar de los personajes, los diálogos, la estructura, las imágenes, los actores, pues todo es perfecto. Pero sin duda yo me quedo con el personaje central, el racista, inadaptado y sociópata Ethan Edwards, y es aquí cuando hablo de surf, pues al verle siempre me acuerdo de los locales, de esos personajes de la playa atormentados que se resisten a comprender que su tiempo ya pasó, que el surfing ya no es lo que era (un refugio de rebeldes, de inadaptados), que ahora es un deporte de masas, de escuelas; y la playa ya no es un territorio salvaje, libre y alegal (ahora hay hasta señales de tráfico en las aparcamientos con normas del pico redactadas), sino un foco de generación de empleo, de divisas y de ingresos para los ayuntamientos y municipios. El surfista ha pasado de ser un proscrito que era multado cuando invadía las zonas de baño a ser buscado en las ferias de turismo como el maná que nos saque de esta España pos-estallido de la burbuja inmobiliaria. Y ante tanto 'progreso', Ethan Edwards no se siente cómodo y siempre se queda fuera.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Full&Cas. La historia continúa



  
http://www.fullcas.com/
Full&Cas modelo M-Combat, 'The spanish magic carpet"
Full era el nombre de un perro y Cas, el de una chica, Casilda (creo). La historia del surfing en Cantabria y la de unas cuantas generaciones están ligadas al nombre de este emblemático fabricante de tablas, que es el mejor ejemplo del I+D aplicado a los talleres de shape en España. Lástima que los medios de comunicación sólo presten atención a un auténtico exponente de eso que ahora les da por llamar emprendimiento, exportación, investigación, apertura de mercado, desarrollo…, cuando ocurre una tragedia. Full and Cas ha evolucionado junto a todos nosotros. Desde la tienda de Juan de la Cosa, de la que apenas me acuerdo, pasando por su ubicación en La Pereda, hasta llegar a su localización en Cros, F&C nos ha visto pasar por todos los estadios existentes en la vida de un surfista; desde esos ignorantes que entraban por la tienda, por primera vez, sin haber hecho un take off nunca, pidiendo casi a gritos una tabla como la del Tom Curren, el Kelly Slater o el Mick Fanning ése (dependiendo de la época), pero acababan sabiamente persuadidos, llevándose un tablón con menos glamour, pero mayor flotabilidad, hasta esos pros que maltratan la pared o el labio de la ola con un 5’8” haciendo maniobras más propias del Circo del Sol que del surfing. Full and Cas, por tanto, nos ha visto  y nos ha ayudado en toda nuestra cadena evolutiva, desde que éramos unos ‘Homo malibuliensis’ que se arrastraban por el pico, con un tablón de las cavernas, y no recibíamos más que las vejaciones y las burlas crueles del resto de la tribu, hasta que nos convertimos en el ‘Homo onlylocaliensis’, engreído y desagradecido, que se cree que nació sabiendo, que se desliza como un jinete del Apocalipsis o Negro de Sauron al grito de “mía”, que somos hoy.  
 Pero, amigos, no nos engañemos. La evolución nunca termina. Nos haremos mayores, nos saldrá tripa, nuestras condiciones físicas menguarán, aumentarán, pillaremos olas mayores, u olas de verano… y Full&Cas estará allí para dar respuesta a nuestras preguntas surfistenciales. No les quepa duda.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Manel Fiochi: “A los locales les diría que hagan surf y no la guerra”



Manel Fiochi, genio y figura.

La historia del surf no es como la de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra fría, la Revolución francesa, la conquista del Nuevo Mundo o cualquier otro acontecimiento que podamos imaginar. O no debería serlo. No deja abundantes fuentes documentales, diarios de sesiones, cartas fundacionales, etc... Los grandes miércoles, las pequeñas y grandes gestas playeras se quedan almacenadas en las retinas, en la memoria, en los testimonios de los testigos o sus protagonistas, que más que personajes históricos deberían ser considerados como leyendas. Uno de estos mitos del surf patrio es Manel Fiochi (Santander.1950), figura imprescindible para entender la gran evolución que experimentó el surfing en España a finales de los sesenta y principio de los setenta. De sus numerosos viajes a Francia y a Inglaterra, Manel trajo consigo tablas más cortas, nuevas maniobras y sobre todo un estilo más veloz y dinámico, como el que ya se hacía en las playas de Australia y California.     
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-Manel, ¿cuándo fue tu primera toma de contacto con el surfing?
-De la primera mía no me acuerdo exactamente. Me acuerdo más de las de mis hermanos, a los que veía desde la playa. Como no teníamos ni idea absolutamente, a nada que tuvieses una tabla, ya valía. Que te pusieras de pie ya era lo de menos. Recuerdo que intentaban subirse a la tabla, en la primera playa (El Sardinero), por un lado y caerse por el otro. Fue muy graciosa esa toma de contacto. Yo decía ¡Joder, pues qué difícil es ya subirse! Me acuerdo de la primera tabla de mi hermano Rafa, adquirida en Barland Bayona, que la llamábamos La Avidesa, porque había un anuncio de Avidesa que era rojo y azul y la tabla era igual. Yo no pude tomar contacto hasta un año después, creo que era el año 66 -soy muy malo para las fechas-, pues tuve una lesión muy fuerte haciendo barra fija en el colegio con el brazo y estuve un año escayolado. Intenté coger olas con el brazo envuelto en bolsas de plástico, pero no funcionó y se retardó la recuperación. Luego, empezamos a movernos, gracias a que mi hermano Jesús tenía coche. Creo que una vez nos dijo que tendríamos que pagar gasolina, pero no fue así (sonríe). La verdad es que siempre se portó muy bien con nosotros. Tengo que decir una cosa muy importante, él era el gurú, nosotros no teníamos ni idea. Me acuerdo una vez que, desde El Sardinero, viendo Somo, decía que no, que allí no había olas. Yo bauticé aquella frase como “non plus ultra”, porque una semana después Merodio, Carlos Beraza y yo no sólo descubrimos Somo, sino que descubrimos Santa Marina. A medida que fuimos teniendo medios para movernos, fuimos aprendiendo por nuestra cuenta. Luego vino la época de los campeonatos de surf. Recuerdo el primero en Bakio, que llegamos allí y todos coreaban el nombre de Dourdil, pero luego coreaban apellidos cántabros.
-¿Cuál ha sido tu gran Miércoles, ese día que digas “he pillado las olas más grandes de mi vida”?
-Me viene a la cabeza una anécdota, en Inglaterra, cerca de Newquay. Tim Heyland, propietario de Tiky Surfboards, me preguntó si me atrevía a ir en helicóptero a un sitio determinado a coger una ola grande. Le dije como excusa que no tenía tablas de olas grandes y enseguida me enseñó media docena y me dijo “¡Ésta! Ésta te viene muy bien”. No creo haber pasado tanto miedo con esto de las olas en mi vida más que esa noche, pensando en lo que podría ocurrir. Al día siguiente, me lo encontré y me dijo que no, que las condiciones no eran buenas; y yo, a día de hoy, con el tiempo, no sé si era verdad o mentira, pero pasé mucho miedo. Y de días grandes, recuerdo un día en Mundaka, con Carlos Beraza y Merodio, de los primeros días que nos metíamos allí. Estaba tan grande, que no se metía nadie. Y dije yo: “voy a entrar por el puerto, cerca de la roca, voy avanzando, que ahí no pegan las olas, y luego me sitúo en el medio, hacia atrás, a ver si la cojo o me coge”. Bueno, me cogió una ola muy grande, que no sé si la cogí o no, pero aparecí en la ría. Como la corriente no me dejaba volver al sitio por donde había entrado, por el puerto, avancé y llegué hasta una casita que tenía unos peldaños de madera y una puerta. Y nada, llegué allí, llamé, y salieron unas señoras mayores, de negro, que se asustaron muchísimo, porque no habían visto nunca salir a nadie del agua así. Me dieron de desayunar, de comer, y cuando volví por la carretera éstos ya estaban pensando en llamar a la Guardia Civil, porque no me veían por el horizonte, y aparecí por atrás dándoles una sorpresa. Ha habido días muy grandes en Rodiles, en Mundaka, siempre en sitios con el denominador común de una ría. En España hay una maravilla de spots, no hace falta irse muy lejos. Otra vez fuimos a ‘La Barre’ (ola muy famosa de la época, que luego rellenaron y desapareció para siempre), en Francia, mi hermano Jesús, Merodio, Carlos y yo. Era un día de mucho calor. Llegamos allí y estaba muy grande. No se metía nadie. Ni australianos, ni americanos. Yo me metí porque tenía calor. Conseguí entrar. Estuve un ratito, y, de repente, vi emerger como una cabeza negra a unos cincuenta metros, que ahora pensando, podría ser una foca o algo así. Salí para la orilla, que ni olas ni nada (sonríe).
-Como testigo de excepción, ¿cómo viviste la evolución técnica de las tablas, que éstas fueran cada vez más cortas; y qué implicación tuvo en vuestro estilo?
-En primer lugar, decir que las tablas antes eran enormes. La tabla roja que trajo Jesús en el autobús del Racing era enorme. Estando yo un mes en verano en Biarritz, llegaron los campeonatos y vinieron californianos, australianos... Ellos empezaron a traer tablas más pequeñas y Barland, que era el fabricante local, empezó a hacerlas. Me traje la primera tabla más corta, que no era tan corta, si las comparas con las de ahora, a Santander, y Zalo y todos éstos decían que había venido con un nuevo estilo, pero lo que pasaba es que había traído una nueva tabla y se notaba mucho. Luego, conviviendo en Francia con los demás, aprendí que había que coger la ola más de lado, para coger velocidad y hacer maniobras, ya pensando un poco en la competición.
-¿Cómo definirías tu estilo?
-Mi estilo nunca me lo he visto, he visto el de los demás. He visto en Biarritz, que nunca olvidaré, el estilo del australiano Keith Paul, que usaba unas tablas pequeñas y bastante anchas y que no perdía velocidad… ¡Y hacía unas cosas! Para él igual daba que fueran olas grandes, medianas que pequeñas. Y una serie de gente que cogía olas a diario con ellos y me fijaba en que daban velocidad a la tabla desde el principio, cogiendo las olas mucho más de lado de como lo hacíamos nosotros. Los hermanos Lartigeaux, De Rosnais, uno de ellos desapareció por Indonesia en condiciones extrañas al intentar hacer una travesía con una tabla de surf. Y a mí, particularmente, me gustaba mucho el estilo de mi hermano Rafa, que era todo un especialista en olas grandes. Santa Marina le venía perfecta, al contrario que para mí y que para Merodio, que somos goofys y nos viene a contramano. Tal vez por eso descubrimos primero Mundaka y luego Rodiles, como necesidad.
La primera playa de El Sardinero, la zona cero del surf patrio.

-¿Se puede decir de alguna forma que el surf cambió tu vida, que hubo un antes y un después y que nada volvió a ser igual?
-No. Mi vida siempre ha sido la misma. Siempre me ha gustado hacer lo que he querido y he podido. En este sentido, he sido un afortunado y he podido disfrutar. Ante todo, el objetivo para todos debe ser “Ser feliz”, ser feliz de una manera u otra. Y en mi caso se puede decir: “misión cumplida”.
-¿Cómo era ese ambiente surfero de Santander de los sesenta y setenta?
-Al principio era cada uno a su aire. Algunos como Zalo Campa se dedicaban a hacer sus pinitos, sus tablas. Así que yo recuerde se establecieron dos grupos. Uno era el Surf Club España, y lo formaban mis hermanos Jesús y Rafa, Leo Ibáñez, Carlos Beraza, Merodio y yo. Y Zalo Campa, Pedro Rodríguez Parets y todos los demás en el otro que estaba en la Cañía, en unos bajos, y se llamaba Surf Club Sardinero.  El nuestro, al ser España, era más potente (risa). Luego,  los campeonatos fueron  muy interesantes, para nosotros, desde el punto de vista que nos permitieron conocer nuevos spots para coger olas, la costa vasca fundamentalmente, y sobre todo a la gente que vivía allí, lo que permitió muchas colaboraciones, como Casa Lola, que era como una comuna del surf, donde se empezaron a hacer en serio y en serie las tablas de surf en España. Aquella época fue muy interesante, con el surf siempre como prioridad. Si había olas, ya se podían dejar las tablas. Lo primero era coger olas. La gasolina era más barata y se podía ir más veces (risa).
-Una cosa que llama poderosamente la atención es que, pese a ser pioneros y haber disfrutado de las playas para vosotros solos, no sois excesivamente locales, en contraposición de otros surfistas de nuevo cuño que…
-Desde el principio cogíamos olas educadamente, luego empezó el inicio de la masificación y pasó una cosa muy curiosa: la gente aprendía a insultar y a gritar antes que a ponerse de pie. Es como la inmigración, hay que aceptarlo, porque no hay más que ponerse en el lugar del que está enfrente y decirse ‘si yo estuviera en tu lugar…’. A los locales les diría que hay solamente un camino: hacer surf y no la guerra (sonríe).
-¿Qué rutina de surfing tienes ahora mismo?
-Sigo surfeando y he comprendido que en verano no se puede ni aparcar ni en Liencres ni en Somo, por lo que tengo una tabla en Cota Cero, otra en Somo, y voy en moto a coger olas, según las condiciones, tras consultar la página meteorológica de Jesús. Es una cosa que no dejaré nunca. Hace unos años, cuando funcionaba la Magdalena, tomé contacto con el Windsurf, pero enfocado a las olas, y evolucioné mucho en este mundo. Me encantaba cruzar la bahía los días que soplaba viento sur. Una vez incluso hicimos una regata, la única que se ha hecho, con Ángel Gómez Acebo, El Rizos, que era todo un especialista. Había que ir de los Peligros a la boya y volver (dos veces). Gané la regata. Creo que lo tengo grabado en vídeo. Un día fui a Reinosa al pantano a probar el kite, pero fui demasiado tarde, estaba anocheciendo, no me explicaron bien lo que había que hacer, y al subir la cometa, he tirado y he salido por el aire y ¡joer! me he pegado un leñazo…  He estado mucho tiempo lesionado. Así que me lo pensaré para la próxima.
La música, la otra gran pasión de Manel Fiochi.

-También eres un apasionado de la música…
-Mi pasión por la música empezó en el colegio cuando descubrí que podía simular unos ensayos para Santa Cecilia, con unos amigos, y correrte alguna clase que otra. Lo malo fue el día que fueron nuestros padres a oírnos. En aquellos años no había Internet no había nada y lo único que podías hacer los fines de semana era pasear por el tontódromo, que era como llamábamos a los Jardines de Pereda, para ver si te miraba alguna. Recuerdo que íbamos tarareando lo que escuchábamos por la radio y dije “coño, tenemos que hacer un grupo, ¿qué vamos a estar aquí, perdiendo el tiempo?”. Uno tenía un tío con un piso vacío, yo fui al colegio a pedir el tambor de Semana Santa. Y así fue, yo tocaba la batería, hasta que decidí que no, y compré en Lera una guitarra muy bonita, que lucía más. Tocábamos canciones instrumentales de los Shadows. Cosas que no hubiera que cantar, porque nadie se atrevía. Anécdotas con la música muchas. Contaría una que pasó cuando un día René Thomas, un guitarrista de jazz, de los mejores, murió en Santander y su mujer y su hijita vinieron para enterrarle y no tenían ni dinero. Entonces, improvisamos con Juan Carlos Calderón un concierto para recaudar dinero, en el que también estaba Fernando con un cuadro. Yo estaba con unos ingleses con los que había estado ensayando en casa de los Ibáñez en Piquío, porque querían grabar un disco en Madrid y yo les iba a tocar la batería. Esa noche fue inolvidable. Les acabé acompañando a Madrid para grabarlo dos días después. Allí surgió un concierto que habían organizado los de Medicina, con Micky y los Tonys, con Juan Carlos Calderón. Nosotros tocamos un single de Bob Dylan, ‘The Weight’, que tocaba The Band también, y otro tema the Neil Young, Harvest. Esa misma noche nos abrieron los estudios Celada. Los mismos estudios que aparecieron en un programa de Cuarto Milenio de Iker Jiménez, porque se aparecían fantasmas. Pues yo no vi ninguno, a las dos o tres de la mañana que estuvimos, el único yo.
Para leer segunda parte pincha aquí.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Película de surf para un día con el mar pasado: Persiguiendo Mavericks



 Lo mejor que se puede decir de esta película –Y no es poco- es que los 110 minutos que dura se me pasaron volando. Persiguiendo Mavericks viene a demostrar esa máxima del cine que establece que si a una idea sencilla (una leyenda del surf que entrena a un chaval para que surfee olas grandes), se le acompaña de una buena dirección (Curtis Hanson y Michael Apted) y unos buenos actores (están Gerard Butler -el rey Leónidas de 300- y Elisabeth Shue -esa actriz que frikis como yo recordarán por ser la novia de Marty Mcfly, en Regreso al Futuro 2 y 3, y los amantes del cine serio, por ser la prostituta de Leaving Las Vegas), se puede conseguir un producto ameno y entretenido. Un buen pasatiempo para una tarde de invierno con el mar pasado, tocado de viento, etc…