sábado, 12 de mayo de 2018

Dar la espalda a nuestra ola

  ¿Qué es la felicidad? ¿Quién no se ha hecho alguna vez esta pregunta? Por desgracia, no tengo la respuesta a la primera pregunta, pero creo conocer las claves de lo que nos puede acercar o alejar de ella.
  
  Nuestros sueños y nuestras metas pueden ser los caminos más directos para acercarnos a la felicidad. Al igual que tomar decisiones y acciones en nuestras vidas contrarias a la consecución de nuestros sueños puede alejarnos irremediablemente de ella. Resulta por tanto imprescindible que intentemos ser lo más consecuentes posible entre lo que deseamos hacer y lo que finalmente hacemos, pues muchas veces nuestras acciones y decisiones por increíble que nos parezca no guardan relación o sintonía con nuestros deseos. Hacemos cosas que realmente no queremos por obligación, por responsabilidad, al igual que no hacemos otras que queremos por miedo, por complejo… Y lo peor de todo esto es que, en mitad de este macabro mecanismo, ni nosotros mismos muchas veces sabemos discernir que sueños son genuinamente nuestros y cuales son asimilados o inculdados. Nos podemos autoengañar una y mil veces presentando ante nuestros ojos sueños o metas ajenos como propios, pero lo que jamás podremos conseguir es que un sueño ajeno nos proporcione la felicidad o dicha que nos genera un sueño genuinamente nuestro al haberlo perseguido y finalmente conseguido. Es más, la consecución de una meta o sueño no propio, lejos de alegrarnos, por lo general, nos suele dejar siempre con un sentimiento de culpa, con una sensación de anormalidad, de cierta disfuncionalidad o de bicho raro. Esto lo vemos bien en un acto colectivo como una ceremonia de graduación o una meta de una carrera, donde las muestras de efusividad y de alegría desmedida de la mayoría de los participantes están a la orden del día y genera en el sujeto cuyo sueño que está materializando no es propio este sentimiento de culpa, de disfuncional o de psicópata. ¿Por qué los demás se alegran tanto y yo permanezco indiferente? Es su pregunta más recurrente. ¿Estoy deprimido? ¿Estoy incapacitado de por vida para la felicidad? Si lo analizamos, la respuesta es bastante sencilla…
La satisfacción que nos genera la consecución de una meta no va en función de su dimensión o grandeza, sino de lo implicado que estemos en ella o lo mucho o poco que la sintamos como nuestra. Sólo así se explica cómo a veces gestas aparentemente grandiosas como acabar una carrera universitaria, conseguir un trabajo, casarnos, comprar una casa no nos deparan mucha felicidad y en cambio conseguir metas a priori más “modestas” como jugar una pachanga de fútbol con los amigos y meter el gol de la victoria, concluir una modesta carrera popular de 12 kilómetros o acabar un cuadro, un relato o una poesía nos proporciona una dicha anormalmente elevada. La razón: la segunda meta es genuinamente nuestra, no nos la ha inculcado la familia, la sociedad o nuestros grupos de amigos.
  Hoy en día es bastante común escuchar a la gente preguntarse ¿Por qué no soy feliz? Tengo una mujer, unos hijos maravillosos, un buen trabajo, dos coches, una casa, vacaciones…  Acto seguido, la pregunta que deberíamos hacerles es la siguiente: ¿Era esto realmente lo que querías para ti o lo que soñabas durante tu adolescencia, o en algún momento optaste por estas metas socialmente establecidas, abandonando por el camino algún sueño genuinamente tuyo por irreal, irrealizable o estrambótico? Debemos saber que nuestros sueños y su realización es lo único que nos puede hacer felices y que cumplir sueños ajenos jamás nos hará felices. Esto es tan cierto como que primero hay que haber intentado cumplir un sueño en la realidad para considerarlo irrealizable.
  Es importante tener sueños, casi tanto como intentar llevarlos a cabo. Uno de mis pequeños sueños durante mi juventud consistía en coger una ola que un día descubrí accidentalmente. Tenía el traje de neopreno arreglando, en algún taller de Francia, paseaba por un idílico parque y delante de mí, donde popularmente se consideraba que jamás había olas, apareció, como por arte de magia, la izquierda tubera más majestuosa que había visto en mi vida, nada más verla y tras frotarme los ojos, mi emocionada mente se acordó automáticamente de Mundaka, pero en pequeño. Esta ola rompía en una playa no transitada por surfistas,  no funcionaba muy habitualmente, necesitaba unas condiciones de mar muy concretas (un mar de fondo bastante generoso, un punto de marea muy concreto y un viento off shore bastante particular dada la orientación de la playa) y rompía sobre rocas y frente a un espigón. Desde aquel día, cada vez que el pronóstico marítimo anunciaba que entraba bastante mar iba a aquella playa con la esperanza de encontrar la ola. Unas veces, me encontraba la marea muy alta, y la ola se iba dibujando muy lentamente, pero no rompía hasta chocar contra el espigón; otras, la marea estaba demasiado baja y las rocas emergían y resultaba imposible surfear, pues te golpeabas con ellas. En otras ocasiones, era el viento el que rompía las series haciendo impracticable el pico. Pero al menos en cinco o  seis ocasiones fui y la ola sí permitía ser surfeada. Entonces, dentro de mí comenzaban a operar invariablemente pensamientos que me alejaban de mi sueño; desconocía el camino por el que debía llegar al pico, percibía mil y un peligros, rocas contra las que me podía golpear, la posibilidad de romper la tabla contra alguna de ellas, la probabilidad de hacer el ridículo ante los paseantes que en ese momento caminasen por la playa, el miedo a fracasar en mi empresa antes siquiera de haber empezado … Al final, lo más doloroso de todo es que estos pensamientos se alzaban victoriosos e invariablemente me encontraba en la dura tesitura de tener mi sueño delante  de mí y tener que darme la vuelta. Darle la espalda y alejarme sin haber intentado siquiera realizarlo. Como digo seis veces me encontré la ola, y seis veces me marché a casa, o me metí en la  playa de al lado, a la que iba siempre, sin haber intentado coger la ola de mis sueños. Con el tiempo, cada vez que había temporal, dejé de acercarme a esa playa para ver si rompía mi ola. Abandoné mi sueño. Si bien, la sensación de frustración me ha acompañado fielmente hasta hoy en día que me he dado cuenta que hubiese sido preferible meterme en el agua y correr el riesgo de caerme, tener un wipe out, abrirme la cabeza, cortarme con las rocas, romper la tabla, el traje de neopreno, escuchar las risas de la gente,  que darme la media vuelta sin haberlo intentando y tener que convivir, después de tantos años, con esa sensación de fracaso; y sí empleo la palabra fracaso; porque el auténtico fracaso no radica en no conseguir una meta, en no haber cogido una ola, sino en ni tan siquiera haberlo intentando, en considerar un sueño imposible sin haberse siquiera puesto el traje de neopreno y haber intentado llegar al pico.
   
  Lo realmente duro no es haberle pedido salir a una chica que nos gustaba en el instituto y que esta nos dijese que no, haber suspendido las pruebas físicas del cuerpo de bomberos (aunque cueste creerlo, de estos reveses se acaba saliendo y si me apuras, hasta más fortalecido), lo realmente duro es haber seguido de largo por la vida sin ni tan siquiera intentar hacer realidad nuestro sueño.
   Sigo sin saber cuál es el secreto de la felicidad, pero creo que una de las claves puede ser la de no dar la espalda a nuestra ola o a nuestro sueño. Al menos sin haberlo intentado…

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http://surfordieoflaughter.blogspot.com.es/2018/04/el-psicoanalisis-de-las-olas.html