A raíz de la lectura del libro de William Finnegan Años
Salvajes, me entraron ganas de leer otro libro cuyo protagonista se ve
también dominado por sus ansias de aventura como Hacia Rutas Salvajes. En la
contraportada del libro de Finnegan, el crítico literario del The New York
Times Magazine, Jay Caspian, dice
textualmente que Años Salvajes “como Hacia rutas Salvajes de Krakauer, es una
indagación empática de lo que ocurre cuando las ideas literarias sobre la
libertad y la pureza calan en un joven y lo llevan a los lugares más recónditos
del mundo”. De alguna forma, esta cita me puso definitivamente sobre la pista
del libro de Krakauer, que hasta el momento solo conocía por la adaptación
cinematográfica de Sean Penn, la cual nunca había visto completa, salvo
fragmentos sueltos.
Tal y como explica el periodista y aventurero Jon Krakauer en
un primer momento Hacia Rutas Salvajes fue un reportaje periodístico que se
publicó en la revista Outside. En
él, Krakauer cuenta la historia del joven de 24 años Chris McCandless. McCandless, dominado por un espíritu romántico y
libertario, se interna solo y sin apenas equipamiento en las duras tierras de
Alaska con el sueño de poder vivir de lo que caza y recolecta en la naturaleza,
dejando atrás la civilización y el dinero. Cuatro meses más tarde, unos
cazadores encuentran su cuerpo sin vida. Esta es posiblemente la gran
diferencia existente entre Finnegan de Años Salvajes y McCandless de Hacia
Rutas Salvajes. Mientras uno consigue salir vivo de su aventura, se reinserta
en la sociedad y se convierte en un prestigioso periodista de conflictos
internacionales, incluso gana el Pulitzer, McCandless perece en su aventura y
su sueño le cobra la más alta de las facturas: su vida.
Otra de las cosas
que me ha llamado poderosamente la atención es la gran hostilidad con la que la
gente recibió la historia de McCandless. Lejos de admirar al protagonista por
su gesta y su valentía (aguantó en soledad y alimentándose de lo que
recolectaba y cazaba en el bosque la friolera de cuatro meses, en un entorno tan
hostil como el de Alaska), Krakauer relata cómo tras la publicación del
reportaje a la redacción de Outside no hacían más que llegar decenas de cartas
criticando al difunto joven por su soberbia, inconsciencia, ignorancia, y por
el gran dolor que su egoísmo y falta de empatía había causado en sus pobres padres…
Entre otras cosas se acusa a McCandless de arrogante por sobrestimar sus
conocimientos de supervivencia y al mismo tiempo subestimar a la propia
naturaleza. Algunos lectores directamente le llaman estúpido por internarse en
Alaska con una mochila con tan solo cinco kilos de arroz, una escopeta de
pequeño calibre con la que no podía
abatir piezas de gran tamaño, sin ropa de invierno ni víveres suficientes. Hay
quien se ensaña e incluso le llama tonto y dice que McCandless podría seguir vivo tan
sólo con haber leído un libro de supervivencia como los que les dan a los boy
scouts en sus campamentos…
Todas estas
reacciones me han hecho reflexionar sobre el efecto que historias como la de
McCandless y Finnegan causan en la gente corriente, entre la que me incluyo.
Como no me puedo meter en la mente de todos los que escribieron aquellas cartas
sobre McCandless y su falta de preparación, su idealismo inconsciente y
autodestructivo, lo que sí puedo hacer es decir lo que yo creo que nos pasa con
todos estos aventureros. La historia del joven McCandless nos toca la fibra
sensible y algo muy dentro de nosotros. Algo que poco o nada tiene que ver con
nuestra indignación porque alguien que está en la flor de la vida perezca por
no llevar linternas, un forro polar o suficientes latas de conservas. Es algo mucho más profundo e íntimo. Una
herida latente que muchos tenemos y que no por ser ignorada ha dejado de
supurar. Una herida cuyo origen son los grandes sueños olvidados y la renuncia
a cumplirlos en esta vida. McCandless nos recuerda que existe una alternativa a
lo que nosotros elegimos en su día y muchas veces justificamos con un poco
creíble “no tuve más remedio”; que entre seguir los parámetros sociales y hacer
lo que esperan de nosotros, hay otra vía; que nuestros sueños de juventud no tienen por qué
ser irremediablemente postergados o traicionados por hacer lo convencional o lo
predispuesto.
Chris McCandlees emprendió su viaje a Alaska en busca de la
naturaleza cuando tenía 24 años, nada más salir de la universidad. William
Finnegan ni tan siquiera acabó sus estudios universitarios, se marchó a
recorrer el mundo en busca de olas perfectas. Cuando la mayoría de nosotros
estamos buscando másters, doctorados, prácticas, enviando currículums a
empresas, apuntándonos en oficinas de empleo o nos planteamos un viaje para
aprender idiomas, algo que de alguna forma facilite nuestra incorporación al
mercado laboral, Chris dejó su confortable hogar de clase media-alta, quemó su
dinero y emprendió una aventura, abandonando un futuro profesional de lo más
prometedor. Tal vez, la gran hostilidad con la que la gente recibimos historias
como éstas tenga que ver con la envidia de ver que alguien tuvo la valentía de
hacer algo que nosotros no hicimos y deseamos hacer; o también porque a menudo
estos aventureros nos recuerdan a nosotros mismos que en el enorme dilema de
tener que elegir entre el camino trillado y más seguro de lo convencional y socialmente
aceptado y la incertidumbre de lo insólito nosotros cogimos el primero.
Durante muchos años,
invariablemente, cuando leía en revistas de surf la historia de jóvenes
surfistas que emprendían viajes por el mundo en busca de olas paradisiacas,
tubos perfectos… recibía estas noticias de la misma manera. Al igual que los
lectores de Outside, lejos de admirarles por hacer lo que yo quería y no me
atrevía, sin conocerles ni a ellos ni sus circunstancias personales, los
criticaba duramente e invariablemente les catalogaba de “hijos de papá” que
tenían la vida solucionada y no tenían que trabajar ni estudiar para subsistir.
Creía que a su regreso les estaría
esperando el dinero de papá, como un colchón de seguridad, para salvarlos de su
‘inconsciencia’. Recibir estas historias con hostilidad, como si se tratase de
una especie de insulto personal, y no como una oportunidad de aprendizaje, supuso
en mi caso un gran e imperdonable error, pues me cerró por completo a otras
experiencias o alternativas, y me hizo concebir mi propia existencia como una
obligación perpetua en la que invariablemente había que hacer siempre lo mismo,
porque no me permitía ver más opciones,
y en la que el único rol que me quedada era el de ser responsable.
Hoy, desde mi supuesta madurez, no puedo hacer más que
envidiar y admirar profundamente a los
aventureros. Admiro, respeto y siento un enorme cariño por Chris McCandless, un
gran aventurero y un ejemplo para aquellos que pensamos que el gran pecado no
es morir persiguiendo un sueño es vivir sin tan ni siquiera haber intentado
cumplirlos, o directamente abandonándolos.
Los fríos y yermos
parajes de Alaska, la posibilidad de sufrir un accidente en una playa en un
país remoto con una red sanitaria deficitaria puede provocarnos la muerte
física, pero a menudo se nos olvida que existe otra forma de morir, mucho más
silenciosa, pero más letal; y es la que ejerce la asfixiante rutina, con sus
cargas y responsabilidades nada gratificantes, en nuestras almas. De esa Chris
McCandless salió indemne.
No hay comentarios:
Publicar un comentario