¿Qué es la
felicidad? ¿Quién no se ha hecho alguna vez esta pregunta? Por desgracia, no
tengo la respuesta a la primera pregunta, pero creo conocer las claves de lo
que nos puede acercar o alejar de ella.
Nuestros
sueños y nuestras metas pueden ser los caminos más directos para acercarnos a
la felicidad. Al igual que tomar decisiones y acciones en nuestras vidas
contrarias a la consecución de nuestros sueños puede alejarnos
irremediablemente de ella. Resulta por tanto imprescindible que intentemos ser
lo más consecuentes posible entre lo que deseamos hacer y lo que finalmente
hacemos, pues muchas veces nuestras acciones y decisiones por increíble que nos
parezca no guardan relación o sintonía con nuestros deseos. Hacemos cosas que
realmente no queremos por obligación, por responsabilidad, al igual que no
hacemos otras que queremos por miedo, por complejo… Y lo peor de todo esto es
que, en mitad de este macabro mecanismo, ni nosotros mismos muchas veces
sabemos discernir que sueños son genuinamente nuestros y cuales son asimilados
o inculdados. Nos podemos autoengañar una y mil veces presentando ante nuestros
ojos sueños o metas ajenos como propios, pero lo que jamás podremos conseguir
es que un sueño ajeno nos proporcione la felicidad o dicha que nos genera un
sueño genuinamente nuestro al haberlo perseguido y finalmente conseguido. Es
más, la consecución de una meta o sueño no propio, lejos de alegrarnos, por lo
general, nos suele dejar siempre con un sentimiento de culpa, con una sensación
de anormalidad, de cierta disfuncionalidad o de bicho raro. Esto lo vemos bien
en un acto colectivo como una ceremonia de graduación o una meta de una
carrera, donde las muestras de efusividad y de alegría desmedida de la mayoría
de los participantes están a la orden del día y genera en el sujeto cuyo sueño
que está materializando no es propio este sentimiento de culpa, de disfuncional
o de psicópata. ¿Por qué los demás se alegran tanto y yo permanezco
indiferente? Es su pregunta más recurrente. ¿Estoy deprimido? ¿Estoy
incapacitado de por vida para la felicidad? Si lo analizamos, la respuesta es
bastante sencilla…
La
satisfacción que nos genera la consecución de una meta no va en función de su
dimensión o grandeza, sino de lo implicado que estemos en ella o lo mucho o
poco que la sintamos como nuestra. Sólo así se explica cómo a veces gestas
aparentemente grandiosas como acabar una carrera universitaria, conseguir un
trabajo, casarnos, comprar una casa no nos deparan mucha felicidad y en cambio
conseguir metas a priori más “modestas” como jugar una pachanga de fútbol con
los amigos y meter el gol de la victoria, concluir una modesta carrera popular
de 12 kilómetros o acabar un cuadro, un relato o una poesía nos proporciona una
dicha anormalmente elevada. La razón: la segunda meta es genuinamente nuestra,
no nos la ha inculcado la familia, la sociedad o nuestros grupos de amigos.
Hoy en día
es bastante común escuchar a la gente preguntarse ¿Por qué no soy feliz? Tengo
una mujer, unos hijos maravillosos, un buen trabajo, dos coches, una casa,
vacaciones… Acto seguido, la pregunta que
deberíamos hacerles es la siguiente: ¿Era esto realmente lo que querías para ti
o lo que soñabas durante tu adolescencia, o en algún momento optaste por estas
metas socialmente establecidas, abandonando por el camino algún sueño
genuinamente tuyo por irreal, irrealizable o estrambótico? Debemos saber que
nuestros sueños y su realización es lo único que nos puede hacer felices y que
cumplir sueños ajenos jamás nos hará felices. Esto es tan cierto como que
primero hay que haber intentado cumplir un sueño en la realidad para
considerarlo irrealizable.
Es
importante tener sueños, casi tanto como intentar llevarlos a cabo. Uno de mis
pequeños sueños durante mi juventud consistía en coger una ola que un día
descubrí accidentalmente. Tenía el traje de neopreno arreglando, en algún
taller de Francia, paseaba por un idílico parque y delante de mí, donde
popularmente se consideraba que jamás había olas, apareció, como por arte de
magia, la izquierda tubera más majestuosa que había visto en mi vida, nada más
verla y tras frotarme los ojos, mi emocionada mente se acordó automáticamente
de Mundaka, pero en pequeño. Esta ola rompía en una playa no transitada por
surfistas, no funcionaba muy
habitualmente, necesitaba unas condiciones de mar muy concretas (un mar de
fondo bastante generoso, un punto de marea muy concreto y un viento off shore
bastante particular dada la orientación de la playa) y rompía sobre rocas y
frente a un espigón. Desde aquel día, cada vez que el pronóstico marítimo
anunciaba que entraba bastante mar iba a aquella playa con la esperanza de
encontrar la ola. Unas veces, me encontraba la marea muy alta, y la ola se iba
dibujando muy lentamente, pero no rompía hasta chocar contra el espigón; otras,
la marea estaba demasiado baja y las rocas emergían y resultaba imposible
surfear, pues te golpeabas con ellas. En otras ocasiones, era el viento el que
rompía las series haciendo impracticable el pico. Pero al menos en cinco o seis ocasiones fui y la ola sí permitía ser
surfeada. Entonces, dentro de mí comenzaban a operar invariablemente
pensamientos que me alejaban de mi sueño; desconocía el camino por el que debía
llegar al pico, percibía mil y un peligros, rocas contra las que me podía
golpear, la posibilidad de romper la tabla contra alguna de ellas, la probabilidad
de hacer el ridículo ante los paseantes que en ese momento caminasen por la
playa, el miedo a fracasar en mi empresa antes siquiera de haber empezado … Al
final, lo más doloroso de todo es que estos pensamientos se alzaban victoriosos
e invariablemente me encontraba en la dura tesitura de tener mi sueño
delante de mí y tener que darme la
vuelta. Darle la espalda y alejarme sin haber intentado siquiera realizarlo. Como
digo seis veces me encontré la ola, y seis veces me marché a casa, o me metí en
la playa de al lado, a la que iba siempre,
sin haber intentado coger la ola de mis sueños. Con el tiempo, cada vez que
había temporal, dejé de acercarme a esa playa para ver si rompía mi ola.
Abandoné mi sueño. Si bien, la sensación de frustración me ha acompañado
fielmente hasta hoy en día que me he dado cuenta que hubiese sido preferible
meterme en el agua y correr el riesgo de caerme, tener un wipe out, abrirme la
cabeza, cortarme con las rocas, romper la tabla, el traje de neopreno, escuchar
las risas de la gente, que darme la
media vuelta sin haberlo intentando y tener que convivir, después de tantos
años, con esa sensación de fracaso; y sí empleo la palabra fracaso; porque el
auténtico fracaso no radica en no conseguir una meta, en no haber cogido una
ola, sino en ni tan siquiera haberlo intentando, en considerar un sueño
imposible sin haberse siquiera puesto el traje de neopreno y haber intentado
llegar al pico.
Lo realmente duro no es haberle pedido salir a
una chica que nos gustaba en el instituto y que esta nos dijese que no, haber
suspendido las pruebas físicas del cuerpo de bomberos (aunque cueste creerlo, de
estos reveses se acaba saliendo y si me apuras, hasta más fortalecido), lo
realmente duro es haber seguido de largo por la vida sin ni tan siquiera
intentar hacer realidad nuestro sueño.
Enlaces relacionados:
http://surfordieoflaughter.blogspot.com.es/2018/04/el-psicoanalisis-de-las-olas.html
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