No es una noticia reciente que el surfing será deporte
olímpico en la próxima cita de Tokio 2020, pero es un tema que por su
relevancia he preferido analizarlo pasado un tiempo y que mi razonamiento
respondiese a algún argumento sólido y una construcción elaborada, más allá de
un estado de ánimo pasajero.
Dicho lo cual, he de confesar que a mí la declaración del
surf como deporte olímpico me causa indiferencia, pues como no soy deportista
de élite, ni entrenador ni preparador físico ni miembro de ninguna Federación que
se beneficie de la inyección de fondos públicos, en este sentido, no va a
cambiar mi vida. Lo que no entiendo es la alegría y la trascendencia que muchos
surfistas de a pie dan a este hecho. Cierto es que mucha gente ha trabajado y
mucho para que el COI diese este paso. Una labor de años que se ha justificado
con una palabra: RECONOCIMIENTO. El surf tenía que ser reconocido. Pero
reconocido ¿por quién? Supongo que cuando hablaban de reconocimiento se
referían al reconocimiento de la sociedad no surfera, pues es evidente que los
propios surferos reconocen y dan valor a su deporte.
Mi pregunta es de qué
sirve el reconocimiento de estas personas ajenas al surf, cuando cada vez más es
a los propios surfistas, aquellos que llevan décadas enganchados a este deporte,
que lo han priorizado por encima de cosas tan importantes como el desarrollo
profesional, la propia familia, la aceptación social, a los que les cuesta
reconocer su propio deporte. Cuando cada vez más el surfing está perdiendo sus señas de identidad, su originalidad, su
ausencia de competitividad, de leyes, su rebeldía, su individualismo a ultranza
y se está pareciendo más a un fútbol, a un baloncesto de la NBA, con sus
Lebrones James, su show time y a cualquier deporte mediático del amplio abanico
de deportes olímpicos. Deportes todos ellos, con su reconocimiento, sí, su cuota de pantalla, su
share, su nicho de mercado, sus contratos publicitarios y millones de ingresos,
pero también con otras realidades que no podemos pasar por alto como son el
dopaje. Una realidad que podemos explicar con un factor genético o la tendencia
que tiene una minoría delictiva a coger el camino más corto y fácil; pero que
también responde a unas actividades deportivas que han abandonado su esencia
originaria atlética y han sido fagocitadas por las demandas de un mercado ávido
de espectáculo, de records imposibles, de gestas inigualables o listones cada vez más altos, siendo los
deportistas meras piezas de este mecanismo insaciable que tan pronto los
encumbra como los descabeza, dejando un sinfín de juguetes rotos a su paso con
música de Queen we are the champions
de fondo.
Yo no sé si será malo o bueno que el surfing sea deporte
olímpico, pues como bien dice mi amigo y leyenda Manel Fiochi: “hay que ver la
ventaja en el inconveniente”. Del crecimiento y popularización del surf nos
hemos beneficiado todos, y cuando digo todos, es todos, sí también el local más
radical y sectario; pues el boom ha
propiciado que los materiales, los viajes estén a unos precios asequibles, que
ya no sean aptos sólo para una minoría pudiente como pasaba en las décadas de
los 60 y 70 en España. La popularización del surf también ha permitido que cada
vez sean más las personas que pueden vivir de esto y de maneras cada vez más variadas.
(Deportistas, escuelas, tiendas, shapers, y un sinfín de profesiones que si
bien no están ligadas en su origen al surfing, ahora mismo se han especializado
en el deporte de las olas, tales como fisios, fotógrafos, preparadores
físicos). El surf por tanto se ha convertido en un negocio, en un deporte de
mercado y ahora hasta en un deporte olímpico. Sólo espero que el precio a pagar
no sea demasiado alto y que una vez pagado nos compense a todos.
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